Columna: “Educación del abandono: cuando el neoliberalismo apuñala a nuestros hijas e hijos”

por: Fernando Monsalve
La imagen es insoportable: un adolescente asesinado por otro adolescente, a plena luz del día, en la Plaza de Armas de Melipilla, frente a testigos que, con impotencia o indiferencia, observan cómo la vida de un joven se extingue. No fue un ajuste de cuentas narco, no fue una balacera en una población estigmatizada, no fue una banda delictual: fue una riña escolar. Y fue suficiente para que la muerte se hiciera presente, brutal y definitiva. Esto ocurrió en Melipilla, pero podría haber sido en cualquier rincón de esta patria deshilachada.
Porque, lo que mató a este joven no fue solo un cuchillo. Lo mató una escuela que ya no educa, un Estado que abandonó a su infancia, un modelo que siembra competencia, fragmentación, violencia y desesperanza desde la más temprana edad. Lo mató un sistema que convierte las aulas en contenedores de frustración social, donde los profesores hacen de bomberos emocionales, los directivos de gendarmes y los estudiantes de enemigos mutuos.
¿Qué condiciones de existencia estamos ofreciendo a nuestras y nuestros adolescentes, para que una discusión —seguramente absurda y breve— termine con una vida cercenada y otra condenada a la prisión? ¿Cuánto más tiene que romperse el lazo social para que entendamos que esto no es un hecho “excepcional”, sino parte de un patrón que se repite: suicidios escolares, apuñalamientos, agresiones, pandillas adolescentes, escuelas militarizadas?
El discurso oficial hablará de “convivencia escolar”, “resiliencia” y “protocolos”. Las autoridades prometerán más patrullaje, cámaras y psicólogos. Pero no se atreven a decir lo esencial: que la violencia juvenil no se resuelve en el aula ni con talleres emocionales, sino enfrentando la desigualdad, la segregación, la ausencia de sentido que ofrece esta sociedad a sus jóvenes. La violencia no es una anomalía: es una forma de vida impuesta por un sistema que valora la competencia por sobre la solidaridad, el éxito individual sobre el bienestar común, la sobrevivencia sobre el cuidado.
Este adolescente, como tantos otros y otras, fue hijo del abandono. De la ausencia de políticas públicas que integren, contengan y escuchen. De una escuela que ha sido vaciada de su función formadora y convertida en una máquina de rendición, control y expulsión. De una sociedad que no ofrece futuro, ni espacios seguros, ni proyectos colectivos. De un país que se horroriza por la sangre derramada pero permanece ciego ante los factores que la incuban.
Hoy lloramos a este joven muerto. Pero si no somos capaces de mirar más allá del crimen —de ver la estructura que lo produjo—, mañana volveremos a llorar a otros u otras más.
Porque mientras el neoliberalismo siga gobernando la educación, la infancia y la vida misma, cada plaza puede ser una escena del crimen.